A PROPÓSITO DE

ESPAÑOL O ESPANGLISH:

¿CUÁL ES EL FUTURO DE NUESTRA LENGUA

 EN LOS ESTADOS UNIDOS?

  

por

 

Gerardo Piña Rosales, Ph.D.

Director

(Academia Norteamericana de la Lengua Española)

 

 

     Creo que Maricel Mayor Marsán, editora de Español o espanglish: ¿cuál es el futuro de nuestra lengua en los Estados Unidos?,* pone el dedo en la llaga en esta cuestión del español o espanglish cuando advierte, en el prólogo, que el estudio de la lengua española debe empezar en la escuela y seguir en la universidad. (14) En efecto, cada vez con mayor frecuencia, los profesores de español de los Estados Unidos tenemos que habérnoslas en nuestras aulas con un creciente número de estudiantes de origen hispano. Estos estudiantes pueden hablar español muy bien, menos bien, o bastante mal, aunque su nivel de comprensión suele ser aceptable. Por otra parte, es posible que estén familiarizados con la cultura de los países hispánicos, bien porque hayan vivido en alguno de ellos, bien por sus experiencias en los Estados Unidos. No obstante, aunque estos universitarios hablen español, la mayoría de ellos apenas conocen la literatura en esa lengua, no son capaces de escribir con soltura, y no pueden comunicarse, ni oral ni verbalmente, cuando se trata de temas académicos, literarios o culturales. Los profesores de español nos las vemos y nos las deseamos a la hora de enseñar la lengua de Cervantes a este tipo de alumnos. También es verdad que muchos de los profesores de español en las universidades estadounidenses siguen creyendo que estos estudiantes se diferencian bien poco de los tradicionales anglohablantes, y, así, siguen obcecados en utilizar una metodología que por falta de adecuación a esta nueva realidad está condenada al fracaso.

 

Es nada más y nada menos que Odón Betanzos Palacios (q.e.p.d.) quien abre esta gavilla de artículos (fruto de varios encuentros en el Centro Cultural Español, de Miami) con su conocido ensayo “El ´espanglish´y los anglicismos innecesarios en nuestra lengua”. En él, el que fuera director de la Academia Norteamericana de la Lengua, arremete contra aquellos que hablan ya del espanglish como una nueva lengua: “No se han percatado del enorme error que cometen al querer hacer de amplitudes y querer enseñar una jerga de comunidades que ni siquiera podrán entender otras comunidades de sus cercanías.” (24). En otras palabras, a Betanzos (y a quien esto escribe) le parece descabellado y aun terriblemente injusto que hubiera gentes (entre ellas destacados profesores) que aplaudieran y defendieran el uso del espanglish, una jerga de alcance limitado, frente al español universal.

 

Muy acertada me parece también la opinión de Olga Connor cuando nos recuerda que el español es uno de los idiomas más mestizados, y nos trae como ejemplo la influencia árabe, con palabras como almohada, alforja, alcoba, almena, albarda, alcázar, y ojalá. En efecto, toda ellas son palabras derivadas del árabe, que forman parte de la lengua castellana sin que nos demos cuenta, porque sucedieron históricamente, y, sin embargo, no las rechazamos, las vemos como un enriquecimiento del idioma (32-33). Ni el pensamiento ni la lengua que heredamos serían lo que son sin la arabización de la Península. Todavía recuerdo con pasmo la historia que nos enseñaban en los institutos españoles de mi tiempo: páginas y páginas gloriosas de Wambas, Recaredos y Chindasvintos, para llegar a la “infame invasión” musulmana y despachar en un enclenque, esmirriado y vergonzoso capitulillo ocho siglos de convivencia, de ósmosis, de trasvase cultural. Fueron los mozárabes quienes continuaron el desarrollo visigótico del latín hablado, pero teñido de árabe. Fueron los mozárabes quienes adaptaron al romance cientos de términos relacionados con la administración, el comercio, la industria, y, desde luego, la guerra. Cierto es que el árabe influyó en el romance más en el léxico que en la sintaxis. Pero España no sería España sin el Guadalquivir, sin los innumerables Alcalás, sin Albuferas y, sí, señores catalanes, sin Ramblas barcelonesas.

 

Luis de la Paz piensa que el espanglish es una realidad a la que no hay que temer. Y escribe: De hecho todos los residentes en los Estados Unidos que tienen como lengua madre cualquier otra que no sea el inglés, usan de manera corriente el espanglish o su equivalente. La manera más común tal vez sea al levantar el teléfono y decir Hallo, luego al dar el número del social security o identificar el zip code donde residimos o el area code del teléfono de nuestras casas, o al pagar los billes, o enviar un money order a los familiares en el extranjero. También cuando hacemos overtime, y se reportan los taxes al final de año, o simplemente cuando se va de shopping y la hija adolescente quiere un jean de moda. También cuando se mira en televisión el Show de María Laria, o nos preocupamos por tener siempre algún cash en el bolsillo, o enviamos e-mail desde la oficina, y después del lunch, y a escondidas del manager que lo prohíbe aprovechamos la internet para propósitos particulares (por cierto, este último vocablo ya aparece como “avance de la vigésima tercera” edición de la RAE). Estas palabras de uso corriente en el panorama geográfico en que vivimos, es decir en los Estados Unidos, constituyen un foco de atención para los lingüistas que advierten un potencial peligro para el español con estos anglicismos (41-42).

 

Esto lo hacemos todos, y si vivimos en Nueva York pedimos un bagel para desayunar y por la tarde nos comemos un pretzel. Y en el español de Estados Unidos se preferirán formas más próximas al inglés: ¿por qué he decir “controvertido” si existe “controversial”? ¿Por qué hablar de aula (que suena a jaula) cuando puedo decir salón de clase? ¿Por qué usar “optativo” cuando tenemos más cerca “opcional”?

 

En otras palabras, el español de Estados Unidos, no ya el español en Estados Unidos, irá adquiriendo paulatinamente un colorido propio, unas referencias culturales únicas, que por una parte lo anglicarán, aunque por otra lo enriquecerán. Basta leer textos de escritores hispanos que residen o han residido muchos años en Estados Unidos para que esa anglicación sea una realidad. Pero esto no debe quitar el sueño a nadie.

 

Orlando Rossardi —miembro de la ANLE—, en su “Un breve asomo al conversatorio” (50) se enfrenta con valentía a un peliagudo problema, el de la lengua en que está escrita una obra literaria. Él se atiene a la cubana, yo lo llevaría más lejos, a cualquier nacionalidad. Esto puede parecer irrelevante, pero no lo es porque, por ahora, y mientras los cánones nacionalistas sigan rigiendo las orientaciones de los historiadores de la literatura, hay que tenerlos en cuenta. Yo, en este sentido, me atengo a la opinión de E.M. Forster: una obra pertenece a la literatura en cuya lengua ha sido escrita. Tampoco hay que rasgarse las vestiduras: a Nabokov se le puede estudiar en la literatura rusa y en la norteamericana. Me refiero a los  autores que se autotraducen; los que son traducidos pertenecen a otro costal. Además, precisamente en Estados Unidos lo que iremos viendo en el futuro son obras, en español, pero en un español proteico, camaleónico, que no obedece ya ni al canon ni al acento del país de origen del escritor. No se dirá “Es un escritor cubano que reside en los Estados Unidos, sino “Es un escritor estadounidense de origen cubano”. ¿Y la lengua, cómo será?: ¡Pues tan correcta como la de cualquier escritor que viva en Madrid o en Bogotá!

 

En el artículo “Las implicaciones sociales y políticas del español y el espanglish”, Pedro Blas González declara, con más razón que un santo, que si la Academia Norteamericana de la Lengua Española es el órgano cultural responsable de velar por el mantenimiento del idioma español en los Estados Unidos, entonces es hora ya para que se convierta en una organización más visible. “Y creo —añade— que esta misma organización tendrá que moverse mucho más rápido en el futuro para atenuar problemas que tal vez no ha tenido que enfrentar anteriormente. Su primer paso debe ser el crear conciencia de la magnitud del problema porque francamente muchos no lo reconocen como tal. La Academia Norteamericana de la Lengua Española debería dejarle saber a la gente que sí existe un modo correcto de hablar. Creo que esta organización debe ser mucho más agresiva y autónoma en sus decisiones.” (69) La Academia Norteamericana de la Lengua, que me honro en dirigir, hace lo que puede en este sentido, pero no olvidemos que es una institución sin fines de lucro, que hasta ahora no ha recibido ayuda ni del Gobierno de España ni del Gobierno de Estados Unidos. A pesar de sus limitaciones, la ANLE publica la revista Glosas, un Boletín anual, colabora en las traducciones oficiales del Gobierno federal, en los campos jurídicos, médicos, etc., ha creado nuevas comisiones de trabajo, y dentro de unos días estrenará su cibersitio, que algunos llaman página web www.anle.us.

 

Piensa Guillermo Lousteau Heguy que el espanglish no es un híbrido de español e inglés. Afecta sólo a la lengua española, y no tiene ninguna influencia en el idioma inglés. Constituye una forma corrupta de expresión que deforma nuestro español, pero no afecta al otro (75). En parte, creo que tiene razón, pero la hibridez no es privativa del español ni del inglés: todas las lenguas son híbridas, pues nacen, se alimentan, crecen, se enriquecen en contacto con otras lenguas. En otras palabras, no existen las lenguas puras, lo que sería una monstruosidad. Pero el caso que nos ocupa es otro: es el empobrecimiento de ambas lenguas por la falta de dominio de ambas.

 

Nos recuerda  Francisco Javier Usero Vílchez, que “ya en el siglo XVI Juan de Valdés —autor del Diálogo de la lengua— censuraba a Elio Antonio de Nebrija —padre de la primera Gramática Castellana— alguna de sus apreciaciones lingüísticas porque en Andalucía la lengua “no está muy pura”. Dicha opinión prejuiciosa ha sido echada por tierra gracias a los modernos estudios dialectológicos: ninguna variedad de un idioma es per se superior a otra. Hay que dejar esto sentado porque hay porfiados y pertinaces que siguen divulgando el error como si fuera un dogma de fe (87-88). En efecto, el español, la lengua del imperio, se hace a la mar, en busca de nuevos horizontes. Y ya en América, lo que podría haber sucedido no sucede: fuerzas centrípetas impiden que esta lengua de conquistadores y misioneros no se fragmente, salvándose así esa admirable uniformidad lingüística, producto de la culminación del proyecto que una vez se llamó la Reconquista. Y yo creo (y ya sé que esto es muy discutible) que una de las fuerzas centrípetas que logró mantener la homogeneidad y la cohesión de la lengua española en América fue el habla andaluza (que es la mía), un habla, y lo dice nada menos que Rafael Lapesa, de “fonología y morfosintaxis revolucionarias”. 

 

Beatriz Varela —miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española— toca un tema que a mí particularmente, como educador, me parece de suma importancia: el de la enseñanza de la lengua a través de la literatura (105). A mí me parece esencial que al estudiante de español, sea de origen hispano o anglosajón, se le exponga  desde el principio a la poesía, el nivel más alto que puede alcanzar cualquier lengua. No olvidemos que la lengua no sólo la fragua el pueblo, sino también los poetas, los escritores. Y el escritor no tiene otra obligación que devolverle a la comunidad lingüística la lengua que de ella recibiera, pero transformada, enriquecida. Que el estudiante aprenda, por ejemplo, que no sólo se puede decir “Amanece” sino también, metafóricamente claro está,  “Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora”, y que a veces en vez de decir “Los sucesos consuetudinarios que ocurren en la rúa”, es mejor decir simplemente: “Lo que pasa en la calle”. La poesía puede ser metafórica, pero también prosaica, sin dejar de ser poesía.

 

Gladys Zaldívar, en su artículo “Problemas histórico-lingüísticos en la enseñanza del español” (113-114), también trata un tema interesantísimo y poco estudiado: el de los refranes. En la cultura hispánica, tan rica y tan variada, abundan los refranes. A veces, conocemos el refrán en inglés, ya sea porque llevamos mucho tiempo alejados de nuestros países de origen, o porque nos movemos en un ambiente más anglosajón que hispánico, y tratamos de traducirlo literalmente. En la mayoría de los casos, resulta un verdadero disparate. Por ejemplo, ¿qué les parece si el refrán Actions speak louder than words lo tradujéramos como: Las acciones hablan más fuerte que las palabras? En un caso como éste, habría que buscar un equivalente en español: “Hechos y no palabras”, o aún mejor, “El movimiento se demuestra andando.”

 

Santiago Cabanas Ansorena nos habla de un aspecto importantísimo: el elemento unificador de nuestra lengua (119). La lengua española a todos nos une y nos identifica. Quizás la voz más representativa que el español haya dado al mundo sea la de quijotesco, la de quijotizar, porque eso somos, o mejor dicho, eso hemos sido, quijotes, visionarios en pos de una utopía, locos irredentos de una extraña locura, hija de una imaginación calenturienta, desbordante, devoradora de sí misma, pero que es, a su  vez, entrañable, fecunda y nobilísima. He dicho que éramos quijotes. Ya no lo somos. En nuestra venal, cambalachesca época, abundan más los sanchos que los quijotes. Miguel de Unamuno hablaba de la Gran República de las Letras Castellanas. En efecto: españoles y americanos formamos una sola familia, y como tal somos parte de la Comunidad Hispánica de Naciones. La lengua española es pues bien común, y en ella, españoles y americanos. La lengua es el barómetro que señala el grado de cultura de un pueblo. Y la lengua española, milenaria, tan rica como rica es la historia de los pueblos que la hablan, es, sin duda, una de las lenguas más importantes de la tierra.

 

Carmenza Jaramillo declara con todo orgullo que “Colombia sin duda es reconocida, por los más importantes lingüistas e ideólogos, como uno de los países que es donde mejor se habla el español. Esta ha sido una tradición que hemos sabido conservar gracias a la riqueza idiomática de nuestra gente y especialmente por la regionalización tan marcada de nuestra geografía.” (125). Verdad, sin duda, pero cualquier país hispanoamericano podría decir lo mismo. Conviene evitar aseveraciones como estas, más acordes con un prurito nacionalista que lingüístico. En mi opinión, no tiene sentido hablar del mejor español: ¿qué parámetros utilizaríamos para medir y sopesar esas supuestas bondades? He escuchado hablar un español rico, dúctil, metafórico, sintácticamente perfecto, en el Bronx. ¿Quién lo hablaba? Un puertorriqueño nacido en ese condado tan vilipendiado, pero que se había pasado años estudiando a los clásicos españoles e hispanoamericanos. Y en España me encontrado con gente que más que hablar balbucean, por la sencilla razón de que no han leído un libro en su vida. La lengua, no olvidemos, es siempre expresión de la cultura. La geografía es sólo un accidente.

 

Jorge Lomonaco comienza su artículo con una anécdota personal: “Mi madre nació en Madrid en los años treinta y emigró a México en el 1939. En esa época en México un grupo importante de españoles se quedaron encerrados en sí mismos, se aislaron y cursaron toda la educación en escuelas de españoles. El primer contacto real que tiene mi madre con la sociedad mexicana es en la universidad, a los 18 años. El resultado es que a la fecha mi madre habla como española de Madrid de los treinta…” (129). Verdad, pero sólo hasta cierto punto. Es cierto que quizá al principio los niños españoles refugiados en México, gracias a la generosidad del presidente Cárdenas, estudiaron en colegios españoles, pero en ellos también habían muchachos mexicanos (que por cierto se horrorizaban cuando sus compañeros españoles hablaban de quemar iglesias y fusilar sacerdotes). Y después, no hay que olvidar que la Casa de España, hoy Colegio de México, la fundaron los españoles, y que en esa institución colaboraron eruditos de España y de México. Y con el tiempo habrá otra generación la de los cachorros, la de los nepantla, los hijos de los exiliados, entre dos mundos, como cuenta Manuel Andújar en su gran novela Cita de fantasmas o José Luis Ponce de León en La seducción de Hernán Cortés.

 

Aida Levitan va directamente al grano, y nos dice, como les decimos todos (o casi todos) los profesores a los estudiantes: para funcionar a un nivel educado profesional, en Miami, Nueva York o Los Angeles es importante hablar correctamente, tanto el inglés como el español, y evitar el espanglish (140).

 

Elinet Medina hace referencia al lenguaje de la publicidad, que, en este país, con tantas variades lingüísticas del español, ha de tender a la uniformidad (149). La globalización no perdona. Me refiero al lenguaje neutro, a un lenguaje que entendamos todos, porque así nos venderán más, pues de eso se trata. A mí me da un poquillo de grima pensar en que ese lenguaje sin modismos, sin localismos, sin sabor y sin olor, pueda ir infiltrándose en la literatura. Espero que al final no todos hablemos igual, no todos escribamos igual, no todo pensemos igual.

 

Rosa Sugrañes señala que el problema de la educación bilingüe reside en que para los americanos la educación bilingüe significa “´enseñar inglés a los niños inmigrantes recién llegados´. Queremos cambiar esta percepción. La educación bilingüe debería significar el estudio de otro idioma para todos. Creemos que todos los niños se merecen la oportunidad de aprender un segundo idioma” (162). Totalmente de acuerdo: si la educación bilingüe ha fracasado en Nueva York ha sido por el empeño de algunos de lobotomizar o cretinizar a los niños en su lengua materna para que adquieran el inglés. No, eso es una barbaridad. Es más, de esa forma se le hace al niño un flaco favor, pues estoy convencido de que no hay lengua como la española para expresar con sutilidad, ductilidad y profundidad los estados del alma. Yo todavía creo en el alma.

 

Enrique Córdoba Rocha declara que, “De acuerdo con las proyecciones para el año 2050, Estados Unidos albergará una población de origen hispano tan monumental que la convertirá en la primera nación hispanohablante del planeta. Seguramente unos cuantos practicarán el spanglish, pero la inmensa mayoría hablará el correcto español que le inculquen sus padres.” (171). Todo dependerá de que esa nueva clase media hispana no rechace sus raíces, su lengua, su cultura. Y, por otra parte, como he dicho tantas veces: no es suficiente con que nos cuenten; lo importante es que contemos.

 

Humberto López Morales, conocedor como nadie de estos problemas, escribe: “Un síntoma social importante hacia la mortandad es la ausencia de reacciones ‘puristas’ contra la invasión extranjera. Al faltar tales denuncias, los semi-hablantes ignoran los desvíos y no pueden corregirlos. Es más, los hablantes con mayor fluidez dejan de intentarlo. El cambio de actitud es flagrante: la lengua dominada se considera inútil, y sin el menor propósito su conservación y transmisión adecuadas. Es precisamente ese cambio de actitud el que favorece que la invasión de préstamos no reciba adaptación alguna.” (176).  En efecto, hay que denunciar, pero denunciar con el ejemplo. Nadie quiere hablar mal: basta con que note que quienes lo rodean se expresan en un español correcto, para que intenten imitarlos.

 

     El futuro de nuestra lengua en los Estados Unidos, pese al acoso del inglés, esté disfrazado o no de espanglish, pese a las injurias de algunas organizaciones hispanófobas (abocadas al fracaso) y pese a la cerril soberbia de algunos hispanos “americanizados”, es, como hemos visto, halagüeño.

             

  

* Español o Espanglish. ¿Cuál es el futuro de nuestra lengua en los Estados Unidos?

Maricel Mayor Marsán, ed. Miami: Ediciones Baquiana, 2008 (3ra Edición).

 

Texto leído en la presentación del libro Español o Espanglish: ¿Cuál es el futuro de nuestra lengua en los Estados Unidos?

Centro Cultural Español de Cooperación Iberoamericana, Miami, Florida, EE.UU. (27 de junio de 2008)

 


 

 

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