CRÓNICAS HISPANOUNIDENSES,

DE MARICEL MAYOR MARSÁN

 

por

 

Óscar Wong

Texto leído en la

XXXV Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería

(Ciudad de México, D.F.)

 

 

   Como asidero o forma inusitada de resistir la adversidad, la literatura puede ser un elemento imprescindible para erigirse como testimonio y rescate de un tiempo y un espacio históricos fundamentales. Más que un entretenimiento, constituye un ejercicio intelectual, estético, que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Puede, incluso, observarse como esa dimensión sagrada donde se reordena el mundo, a veces de manera insensata, y donde el horror y la belleza confluyen en un claro intento de refigurar la realidad.

 

     La escritura se asume como el espacio donde se contiene dicho entorno, que se antoja inconcebible, puesto que el escritor se metamorfosea en cronista, un preservador de signos; alguien cuya expresión vital aborda desde el ámbito íntimo-emotivo, al aspecto sociopolítico –entorno, procesos históricos, etc.– sin soslayar la dimensión espiritual. De acuerdo con el esquema de Georg Lukács, que parte del concepto de lo particular, de ese Yo poético que refigura la realidad de manera no mecánica y la exterioriza a través de sus vastos recursos técnico-expresivos. Al observar al mundo y al individuo, detecta sus pasiones con toda su carga existencial, contradictoria: violencia, perfidia, felonía, obcecación, arrebato y hasta vacuidad afectiva –lo que se concebía como naturaleza o condición humana.

 

     Persiste, siempre, una dinámica histórica, un acto muchas veces memorable donde testimonio y conciencia, praxis e ideología se concilian erigiendo al escritor como ese mago que se saca de la manga escritural: mundos, sentimientos, pensamientos, territorios densos que entregan –y doblegan– el silencio. O un hechicero que invoca y conjura al cosmos, a los “diez mil seres” de que se compone el universo, como decimos los chinos. El virtuoso de la palabra no es un simple emisor de elevadas notas líricas: también se erige como un hacedor, un narrador de historias donde concurren todas las voces de la humanidad. Tiene, desde luego, una función social: dar voz a los demás, formular no sólo el amor, sino también revelar la inconformidad, lo injusto muchas veces de los procesos sociales, debido a la vinculación que persiste entre el compromiso y la conciencia. Historia y discurso van de la mano. Corrientes literarias, obras y autores se presentan en un territorio real, donde tiempo y espacio se enlazan con los procesos y acontecimientos generales.

 

     En lo que se ha estipulado como Hispanoamérica o Iberoamérica lenguaje y realidad, poesía y testimonio, ofrecen la dinámica del mundo –hostil, crudelísima– que se refleja en la dimensión estética de la obra literaria. Así, la denuncia social, las expresiones coloquiales, determinan los territorios inasibles y reveladores de la esencia del individuo, de ese ser social. Es evidente que la Revolución Cubana, así como los procesos sociales en Centro y Sudamérica –golpes de estado, gorilatos, represión, persecución y encarcelamiento, etc.–, marcaron la pauta para que la expresión lírica generara lo que denomino como Logos social, que concilia la ética y la estética. Literariamente hablando, México continuó con su tono crepuscular (Pedro Henríquez-Ureña dixit) y salvo algunos autores como Sergio Mondragón, Efraín Huerta y los integrantes de La espiga amotinada (Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley, Oscar Olivia, Juan Bañuelos y Eraclio Zepeda), buscaron adecuar los contenidos versiculares, pero sin pretensiones de vanguardia.

 

     Durante la turbulencia centro y sudamericana provocada por los regímenes militares de los 70, hubo manifestaciones internacionales de muchas organizaciones no gubernamentales para defender los derechos elementales de existencia, libertad, integridad y otros de aspectos políticos. La violencia bélica represiva contra la población, tuvo lugar en esta zona [1]. Y el poeta alzó su voz, su canto. Y a veces pagó con cárcel su osadía, como fue el caso de Heberto Padilla en Cuba, o con su muerte, como fue el caso de Roque Dalton en El Salvador. También se dieron movimientos literarios determinantes que buscaban devolverle al poeta el derecho a expresarse como persona, incluso el de violentar a la sociedad y violentarse a sí mismo para romper lo que postulaban las modas o las academias [2]. Críticos y estudiosos reflexionaron en su momento y establecieron las mojoneras donde se articulan estos acontecimientos; es decir, la literatura concebida como un espacio de la cultura que revela al individuo a través de la creación de bienes (dimensión estética) y de la esfera social, con su esquema ético [3].

 

El escritor, a su vez, puede evaluar los hechos y acontecimientos que otros autores esbozan. Este registro es básico para documentar, analizar y establecer lo que se considera en tanto historia de la literatura, cuya vertiente también aborda la sociología y la filosofía del proceso literario mismo. En virtud de este acontecer, la poeta Maricel Mayor Marsán, en su calidad de crítica y académica, busca eslabonar a través de 8 ensayos, 37 notas y 4 reseñas, la actividad estética de los autores de lengua hispana que radican en los Estados Unidos de Norteamérica.

 

Crónicas hispanounidenses aborda algunos aspectos del quehacer literario de quienes viven en el país del Norte y hablan el idioma de Cervantes. Plantea, con sensatez y conocimiento de causa, el drama del exilio, partiendo del análisis de la novela Otra vez adiós, de Carlos Alberto Montaner, o se ocupa de la novela fantástica, cuya representante más connotada es Daína Chaviano y de la narrativa femenina cubana al final del milenio, como las cuentistas Aída Bahr y Ana Luz García Calzada, entre otras. Previamente ha determinado la actividad de los escritores latinos, hispanos o hispánicos, con sus particulares gentilicios: cubano-americanos o méxico-americanos, hasta llegar al neologismo hispanounidenses, acuñado por Gerardo Piña Rosales, director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.

 

Sin ánimo de polemizar, expone el lado humano de Reinaldo Arenas, escritor cubano ya fallecido, quien estuvo presente al lado de Heberto Padilla en una conferencia en la Universidad Internacional de Florida en 1980. Padilla improvisó, mientras que Arena supo aprovechar el momento: “Habló de política, de persecución, de prisiones, de destrucción, de marginación y describió a una Habana Vieja apuntalada por sus viejos escombros. Desde ese momento, Padilla se convirtió en un indeseable en muchos círculos de Miami, por lo cual prefirió desarrollar su existencia lejos de dicha ciudad y Arenas, el desconocido, se convirtió en protagonista inmediato, rey y señor de la literatura cubana ultramar” (p. 43).

 

Apuntes, estampas, reflexiones. Noticias e informes sobre la actividad de diversos autores chilenos, como Óscar Hahn; salvadoreños como Mauricio Campos, Rafael Ruiz, J. Perivas y Adán Umanzor Flores y, en especial, de escritoras triunfadoras en diversos certámenes internacionales, como el Premio Planeta (Hilda Perera y Zoé Valdés), el Premio La Sonrisa vertical (Mayra Montero), el Nadal (Mireya Robles), cuya labor descorre el velo de esta dinámica, desconocida para muchos de nosotros. La presencia histórica, clave para el panorama de la literatura cubana, de Félix Varela, José Ma. Heredia y José Martí, por ejemplo, también permite establecer una perspectiva más real de lo que acontece en Estados Unidos. Después de todo, los hispanohablantes ocupan el 15% de la población del país (alrededor de 45 millones), de acuerdo con los datos que precisa la Enciclopedia del Español en los Estados Unidos. Lo cotidiano del acontecer literario en el país del norte, se vuelve una aventura, un proceso espiritual; cobra sentido porque la vida constituye la expresión sumaria de la realidad recogida a través de la Palabra, del ámbito estético de los escritores de habla hispana en USA.

 

Recapitulando, Crónicas hispanounidenses en última instancia, se vuelve el registro de obras y autores exiliados o transterrados que prevalecen en un período preciso de la historia contemporánea, un instante de tiempo que se perpetúa entre dos realidades: “la demolingüística de las distintas comunidades de hispanohablantes residentes en el país y la enorme riqueza cultural de una comunidad hispana cuyas creaciones artísticas ocupan ya un papel protagonista en la escena cultural de la nación” (p. 110), como reconoce la propia autora.


 

[1] “El exilio es una forma extrema de castigo que conlleva la pérdida de la ciudadanía y la expatriación forzosa”, precisa la Enciclopedia Microsoft Encarta.

[2] Muchas “poéticas” surgieron, desde la famosa antipoesía con Nicanor Parra, el Movimiento Zero en Perú, y por supuesto con las expresiones de los poetas cubanos de la revolución del 56. Hubo, desde luego, tendencias en Ecuador y en Nicaragua y en otras latitudes de Hispanoamérica. Por supuesto que desacralizar a la poesía, ahondar en la dimensión lingüística, buscando las posibilidades del lenguaje, partiendo del vínculo estrecho: expresión-contenido-intención-resolución, fue, a mediados del siglo XX, una pretensión y un logro. En este sentido, Fernando Alegría señalaba la clara orfebrería de índole ornamental en la primera etapa de Vicente Huidobro –“de raíz parnasiana y tonalidad romántica”– y el lenguaje cotidiano mezclado de fórmulas pedagógicas y sentencias de pillería popular, que unía obscuridades y claridades en Nicanor Parra.

[3] Esta manera de enfrentar al mundo partía de dos vertientes: 1) el mundo como caos y el hombre víctima de la razón y, 2. la actitud revolucionaria, donde la realidad se mostraba en su complejidad y hondura, por lo que ante el desmoronamiento de la racionalidad establecida, el poeta buscaba redescubrir la cadencia implícita en el lenguaje y apoyarse en las asociaciones de sentido que la escritura postula (Cf. Fernando Alegría, Literatura y revolución, 1971).

 

 


 

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