UN CRUCE DE PUENTES EN LA POESÍA DE

MARICEL MAYOR MARSÁN

  

por

 

Luis A. Jiménez, Ph.D.

(Universidad de Tampa)

 

      Narradora, dramaturga, profesora de literatura y directora de redacción de la Revista Literaria Baquiana, Maricel Mayor Marsán (1952) ha publicado también numerosos poemarios. En 2008 aparece su último volumen titulado Desde una plataforma en Manhattan. Antología poética 1986-2006, de que nos ocuparemos en este estudio respaldado bajo la noción del símbolo del puente que presenta analogías entre el “signo” y el “significado”. Los referentes simbólicos nos remiten al objeto o la idea a la que se refieren y “reclama[n] atención por derecho propio, en calidad de presentación y a la vez como representación,” según el criterio de Wellek y Warren (224-25).

     En el prólogo al poemario, la poeta, narradora y traductora mexicana Dana Gelinas (1962) interpreta  el libro como “un puente que se puede atravesar con palabras”, parecido a la labor lírica  de una autora que “observa al mundo en destrucción y construcción constante” (7). Basado en este juicio tan convincente, se procederá al análisis del discurso poético de Maricel Mayor Marsán que cruza nostálgicamente del “ayer” de Cuba al “ahora” en territorio norteamericano, particularmente en la ciudad de Nueva York. Nuestra hipótesis de trabajo se podría equiparar al concepto  de “heteropía”  que sostiene Michael Foucault. El crítico observa una ilusión perceptiva con un significado compensatorio dentro del cual un espacio real se equilibra con otro espacio reversible (1574), el que pudiéramos denominar la “Otredad” experimentada por la escritora. Al hablar de la “Otredad” en el texto hay que considerar una disyuntiva bisémica, oscilando en un vaivén visible entre la latente cubanidad de la autora y la dispersión del “yo” por  el país de refugio.[1]

     Aclaremos de inmediato que este cruce fronterizo no se asemeja de ningún modo a la adulteración literaria sintomática de los escritores oficiales del régimen castrista en la Isla. No opinamos tampoco que la estética de la poeta en estudio se ajuste a las declaraciones ideológicas de la profesora cubano-americana Ruth Behar de la Universidad de Michigan en Bridges to Cuba. Puentes a Cuba. La editora subraya que su antología es “un sitio de reunión, una carta abierta, un castillo en la arena de una patria imaginaria”, en un espacio apropiado para la “reconciliación, especulación imaginativa y renacimiento” (5). Para justificar la arbitrariedad de su proyecto, Behar agrega que aún “nosotros que simpatizamos con los logros de la revolución cubana no dejamos de pasar muchos sudores con sus apuros” (8, mi traducción).

     El intento global en Desde una plataforma en Manhattan consiste en resaltar una visión holística irreductible del sujeto humano que se encuentra en un mundo enfrascado en la guerra, pero en búsqueda de la paz para concebirlo en un presente algo incierto y fragmentario. De hecho, la plataforma del título ya constituye emblemáticamente el acceso al puente establecido que unifica a hombres y mujeres en estos momentos de mundialización.[2] Por sinonimia los dos términos significan superficies amplias y lisas por donde se recorren o divisan espacios en un “lento viaje al universo sin tregua”, cuyo fruto es un mundo comprimido como nos relata la poeta (46, 104).[3]

     Metafóricamente, en el libro de la autora el puente sustituye una palabra por otra, y contribuye a edificar la parábola de la realidad humana mediante la construcción del lenguaje lírico. En estas realidades descansan los vínculos de los vivientes sin permutaciones ni simulacros. A nivel figurado, el “tender el puente” nace desde la orilla de una situación individual y se desplaza a la otra orilla en el devenir histórico colectivo que engloba a todos: los de arriba y los de abajo, de norte a sur en el “eslabón del tiempo” (98), al que se refiere la autora. En su producción estética emerge el manejo vertiginoso del eje temporal de la vida y el final fulgurante que habita precisamente en su escritura y que recoge en encabalgamientos permutables en el “tiempo de la arena” y de los “colores simbólicos” (87).

     Y hablando de símbolos, el puente representa el vínculo entre lo que se percibe o lo que se ve más allá de la percepción (Cirlot 33). Igualmente visible puede asociarse con la transición de un estado de conciencia a otro con el fin de cambios o el deseo de cambio en este cruce.

     A propósito del acto simbólico de la palabra,  citemos ahora del poemario en el que transparenta la abstracción de la verdad como “la realidad que lucha contra sí misma / la decepción sin detención alguna” (107). Lo que aparentemente pudiera ser abstracto se concretiza con el “rótulo que se pierde en cualquier libro” (107). A modo de desdoblamiento estético, el truismo adquiere matices polisémicos y se transforma con el giro sonoro de la lengua en la “canción de protesta” inescuchable, la “olvidada ruta” interrumpida y la “coma ignorada en párrafos y escrituras” (107), indicios de lo ignoto en el discurso trazado con destreza. La abstracción del símbolo “verdad” culmina destronada, ilegible, en el alto peldaño sin escalamiento posible, parejo a la imagen acústica del mero silbido de un ave acorralada. En resumen, la verdad yace escrita en el texto, pero resulta inalcanzable, al igual que muchas realidades adversas que azotan al sujeto humano.

     Decía San Agustín que el prototipo de la verdad radica en el espíritu racional, basado en reglas, ideas y normas conforme a las cuales estimamos lo sensible, lo visible, frente a nuestro universo y su experiencia. Si la verdad depende de la realidad batallando consigo misma, como expone abiertamente la poeta, esta realidad hay que indagarla, modelarla y someterla a juicio, enfrentamiento al que se dirige el poema, y que el receptor del mismo capta en su lectura. En efecto, el lector se percata que las verdades tan recurrentes en el poemario le permiten a la voz lírica hacer disquisiciones razonadas en la escritura.[4] La hablante desea expresar las ocurrencias de estas verdades, intercambiarlas, intenta escupirlas en el mar si comprende que se diluyen y contarlas en “las esquinas del universo” (95), ese espacio global desde donde la palabra poética no puede esconderse ni detenerse.

     En este poema, la hablante reconoce que las “verdades a medias o [las] mentiras parciales” repercuten en el globo (60). Por este motivo, la mente de la voz lírica gravita entre tintes oníricos y el miedo, factores insustituibles en el plano textual del discurso. En rigor, se autodescubre en el fragor de las cenizas del Ave Fénix y, al igual que este símbolo clásico, renace de las cenizas con un soplo de esperanza unificadora, que no perece porque se sostiene por su propia permanencia y pertenencia. No obstante, con la mención al Ave Fénix el símbolo ya se ha transformado en un sistema mítico debido a su reiteración y su persistencia entre las bellas artes a lo largo de las muchas épocas de expresión artística.

     Como indica el título, “Un corazón dividido” expresa la fragmentación del sujeto poético que debate entre “el aquí” y “el allá,” dos deíticos textuales citados en este poema que sustentan la nostalgia de la posmodernidad literaria[5]. Se debe aclarar que “el aquí” evoca el “ahora,” en el exilio, mientras que “el allá” se remonta al “ayer” en Cuba. Ambas temporalidades discursivas se apoyan en la noción posmoderna de la autorreflexión[6] de la escritora. En el texto la presencia o la pertenencia del “estar aquí” y el “estar allá” desemboca en un “grito,” una “canción” sin ritmo específico, y una “obra de teatro delirante” (75). En la esencia de la composición se establece un puente que unifica, pero también separa una historia prolongada y escindida por el tiempo: “Es ser una y la otra a la vez. / Es ser una queriendo ser la otra / y la otra deseando ser la primera” (75). Esta esencia ontológica se divide en un sentimiento estrangulante, una obsesión, una conspiración del “ser” confabulado mediante la intervención de la “otra,” la imagen especular que aparece en otros poemas.[7]

     El discurso se torna en dos imágenes sensoriales que dan mayor solidez a los deíticos que estamos analizando: el primero olfativo y el otro táctil. A modo de contraste, la hablante transpira su “olor caribeño” contrapuesto a la superficie de su “gel norteamericano,” mientras el corazón late rápidamente “como las corrientes constantes del Golfo de México” (75). En estos versos se observa de nuevo el fraccionamiento del “aquí” y el “allá” ya fijado por la persona literaria al principio de la escritura de la obra. En un acto performativo la voz lírica actúa poéticamente las oscuras escenas de su existencia convertida en una partitura de cadencias de gestos. El corazón escindido se seca con el tiempo en el medio del mar, a través de otro símil en la inmensidad del espacio “como el agua de esas corrientes / sobre el estrecho de la Florida” (76), otro puente geográfico por medio del cual se le echa una mirada poética al allá, a Cuba cuando lo cruza.

     De este “allá” Maricel Mayor Marsán compone “La palma redescubierta,” poema que implica una búsqueda textual al Mar Caribe, el Archipiélago de la Reina, el río Cauto, Varadero y otras bellezas naturales cubanas. A la puerta de la casa santiaguera, sitio de donde procede la escritora, la composición recoge los años de ausencia. Ante la presencia de la escena contemplada, la hablante hace un recuento del tiempo transcurrido, otra constante palmaria en el poemario en su totalidad. Procede a evocar la niñez y desde el portal de la casa descubre “la importancia de un golpe de brisa / en cualquier tarde de llanto o risas” (83). Sus esperanzas se cifran en los anhelos eternos de pertenecer al “ayer” en la Isla, por ser parte intrínsica de lo que llama “un canto sincero / sobre ilusión y ternura / que llevaba en mi bolsillo” (83).

     Es entonces que en el cierre del poema divisa “la palma en mi viejo jardín” (83), el símbolo de Cuba en este puente altamente emotivo que cruza en la distancia. En “La palma redescubierta” se pronuncia claramente el sentido de la pérdida del paraíso, acompañada cada vez más de un búsqueda urgente ante el peso inevitable del tiempo. Dicha búsqueda se filtra en función de los recuerdos y las añoranzas que se reviven y rescatan en la jornada de la cubanidad, recordación histórica que aquilata las vivencias ontológicas de la autora.

     También fundada históricamente en el “allá,” la autora escribe “Cojímar,” playa rocosa y ciudad costera cerca de La Habana. Desde este espacio, la mirada poética contempla el “éxodo masivo” de cubanos convertido “en noticia” por toda la Isla. Describe a los balseros que se alejan de la costa en “sus cámaras de neumáticos / en sus embarcaciones endebles, / en un impulso delirante que el soldado castrista observa con desdén  debido a la “terquedad de los hombres” (79). Sin embargo, otra vez aparece la verdad ideológica, esa “válvula de escape / para un gobierno en problemas / y las políticas que fallan” (79). El tono final del discurso es mezcla de júbilos, sueños y pesar por la tierra que dejan los millares de balseros de la libertad, lo que refuerza el puente marítimo y simbólico más conmovedor del siglo XX, y que continúa hasta la fecha.

     Antes de proseguir con el “aquí,” o sea el “ahora” del poemario, precisa detenernos en el símbolo de la “temible libertad” que da título a uno de los poemas, y que sirve de escudo a su arma poética. En la escritura de la autora el mesurado ejercicio de ser libre contiene una curiosa relación con las ideas de Platón, sin tener que rebuscar intertextualidades inexistentes. En la república platónica se deliberaba que el individuo tenía la facultad del libre albedrío para escoger lo que le convenía. Consistía en un puente selectivo entre el razonamiento y la persona que lo ejerce de acuerdo con la imagen de su ideal. En otras palabras, la libertad es simplemente un estatuto personal, no un acto colectivo promulgado e impuesto por otros. Thomas Jefferson proclamaba que en las Américas se hablaban varios idiomas, mas se profesaba un mismo ideal: el de la libertad humana y los derechos del hombre, cuestión imperiosa reproducida en el credo artístico de la poeta.

     La voz lírica del poemario considera “la terrible libertad” como ‘”símbolo que desarma / la individualidad obligada” (22). Esta obligación aludida constituye una falta de libertad contra la autonomía o la independencia del individuo de regir su propio destino, sin imposiciones ni impedimentos, premisas que acusaba Platón en sus escritos al defender el libre albedrío. Es más, la hablante ve en este símbolo una palabra cuestionable y asustadora, ya que algunos “te tratan con desdén,” mientras que otros “te temen hasta morir,” dos sentencias con definiciones diferentes del vocablo, dependiendo del partido político o ideológico que se tome. Por este motivo, experimenta un sentimiento adversativo hacia los muros, sobre todo el de Berlín, porque este símbolo destructivo y ya aniquilado creaba la división y la protección de los enemigos “entre persecuciones, crímenes y arrestos” (70), que van contra la libertad.

     En “la temible libertad” la hablante asegura que ciertos sujetos perciben este símbolo como un prisma, la refracción que les hace ver las cosas de modo distinto a lo que son; o sea, bajo el reflejo de la pasión y no bajo la imagen individualizada que se escoge. Tal vez sea por ello que se refiere a “viejos códigos puestos a prueba” y que juegan “al hecho de compartir / la sed de una emoción extema / dictada (22), que precisamente atenta con sus asaltos a la libertad del ser humano en un universo hoy día globalizado.

     Al llegar a este punto de la lectura de la obra, se hace patente que desde la orilla del “aquí,” el “ahora” de Manhattan, la escritora revisita el genocidio del 11 de septiembre. Este acontecimiento trágico ignoró los deseos y las esperanzas de los caídos, lo mismo que las disposiciones y dictámenes futuros que la vida misma les hubiera reparado. Esta primera sección del poemario se transforma en una réplica demoledora, mimesis exacta de una verdad ideológica sumamente insensata y cuestionable por parte de los amantes de la paz. El axioma forma parte de una realidad histórica representativa de una época reciente que Maricel Mayor Marsán no ignora como poeta comprometida a la justicia, la verdad y la libertad que acoge al sujeto humano, sin que importe su procedencia.

     El trasfondo histórico de lo ocurrido convoca a la poeta a una reproducción lírica sustentada mediante sombras que aparecen y desaparecen eficazmente entre cenizas y polvo. La imagen visual del evento depende aquí de lo que ha oído de trasmano, aunque ambos sentidos con frecuencia son inseparables en la poesía por la sensibilidad que producen (Hollander 8, 116). El dramatismo tétrico del escenario recreado se representa en términos de macabeos, convertidos en mártires de la Zona Cero. En búsqueda de la luz eterna, la hablante acude a los recuerdos “de escombros que se elevan y reclaman sus cuerpos” (17), un aviso al despertar del espíritu nacional. Se trata de reconstruir lo perdido en la ocurrencia al apelar a la sensibilidad humana, los que permanecemos vivos evocando recuerdos después de la catástrofe: “es la historia de uno, de cientos, de miles, / de la especie humana que se quedó inerte / en el desván olvidado del raciocinio” (15).

     En el patetismo de la escena que revive, la hablante recrudece reiteradamente el silencio, pauta explícita del discurso, ausencia de voz, que se acusa como cómplice de la venganza y el odio, un cambio nefasto en el curso de la historia universal. Al mismo tiempo, nos es dado cotejar los procesos mentales que se derivan de estos poemas, mediante los cuales el lector se identifica y revisita el espacio del aluvión de la tragedia. Desde su punto de vista, estos procesos coinciden con los planteamientos de la persona literaria que urde desde dentro hacia afuera en los ejes de la temporalidad posmoderna. Evidentemente, exige, además, un esfuerzo imaginativo que obliga a ubicarnos en el momento histórico de este drama nacional contemporáneo, en cuyas sombras se escriben renglones de la ruina.

     Mientras unos rezan, algunos miran con valentía y otros susurran en duelo, pugnando callados “como buscando señales secretas” (15) indicios que apoyan el mensaje sígnico de la escritura de Mayor Marsán. Desde la plataforma de Church Street en el Bajo Manhattan, la voz lírica evoca la “madera firme a destiempo en el tiempo / indeseado e improvisado escenario” desde donde se eleva y se encuentra (15). Y desde la altura podemos asomarnos a la cercanía del puente de la desgracia incipiente. Sin embargo, la destrucción expresada líricamente a lo largo del poemario se compensa con la construcción de un puente emblemático unificador de los seres humanos que lo atraviesan. Es por ello que en las sombras del camino se respire el “polvo consagrado en las siluetas” de la ciudad que, en realidad, nos habita a todos (24). Connotan restos de incumbencia que obligan a perfilar la magnitud de un hecho abominable que nos envuelve a todos, ya seamos testigos o simplemente intérpretes poéticos o críticos de la masacre.

     Como nota final de este estudio, en el lacerante infierno dantesco del atentado terrorista y la pérdida momentánea de la noción del tiempo se alza la hablante en un “rompecabezas de voces” (28). La voz yoica resuelve este acertijo difícil con la palabra transformada en “alma errante” de Manhattan para decirnos: “Sólo sé que soy parte de esta isla / con el olor y el nombre de una Gran Manzana” (29). Si con anterioridad se ha identificado con su “olor caribeño,” Cuba, el sentido olfativo en esta segunda instancia se desplaza espacialmente a lo que llama el “símbolo americano,” dos hermanas idénticas, torres gemelas que nos “dejan un enorme y solemne vacío” (33), de lo que Nueva York en este momento representaba. Nos topamos, pues, con dos símbolos  bisémicos del olfato, manejados diestramente entre la visualización del “ayer-allá” y el “ahora-aquí.” Ambos referentes olfativos, reproducciones mentales de la hablante, se desplazan de una vivencia del cuerpo oliente a otra percepción que culmina con el símbolo de la fruta de la gran metrópolis.

     En el libro siempre permanece la silueta humana de la ciudad, alimentada de muchas lenguas y culturas en un país angloparlante que la hablante considera ser el “símbolo del entendimiento” (25), el puente lingüístico que la poeta privilegia y establece en la producción textual. A toda esta simbología tan patente en la obra, se articula también el referente mítico de Babel como testimonio del castigo divino por la soberbia de los descendientes de Noé que confundieron sus lenguas para que no pudieran entenderse. Pero, como en el caso del Ave Fénix, el símbolo de la torre bíblica se ha convertido a través de los tiempos en un sistema mítico. Por supuesto que, a todos estos signos estéticos de la cultura escrita, se incorpora la voz de Maricel Mayor Marsán, poeta cubano-americana completamente empapada de poder y de acción entre el “aquí” y el “‘allá” de la posmodernidad literaria,[8] el reflejo artístico mediatizado en la autenticidad de la antología.

 

 


 

Notas

 

[1] Con la reclamación de la autoría, este “yo” también autorreflexiona sobre la cubanidad que la envuelve. Sobre este tema predominante  en la posmodernidad literaria, véase Séan Burke.

 

[2] El contexto poético de Maricel Mayor Marsán surge de la antonimia entre el mundo “global” y el “local.” Ambos se corresponden y se sostienen zigzagueando en el sistema cósmico que definen McLuham y Powers. 

 

[3] Para Renato Ortiz “el proceso de mundialización de la cultura” opera en “concepciones de mundo” en las cuales conviven formas diversas y conflictivas de entendimiento (34).

  

[4] Señalaba Roland Barthes que el discurso literario circula alrededor del libro: la “lectura” y la “escritura,” y que todo este proceso va de un deseo a otro (94), el espacio de heterotopía de Foucault que establecimos al comienzo del ensayo.

 

[5] La investigadora Linda Hutcheon reconoce que la política de la representación posmoderna recurre a la reminiscencia nostálgica (90).

 

[6] Esta noción constituye Para Reingard Nethersole “the post-of (reflexive) modernity” (644).

 

[7] Para la función del espejo, véase el artículo de Heinrich Schwart.

 

[8] Jack Goody compagina estos deíticos con una superficie fonocéntrica entre la cultura oral y la escrita. Algo similar hace Walter Ong cuando revisita la textura lingüística de la producción literaria (véase obras citadas).

 

 

Obras citadas

 

Barthes, Roland. Criticism and Truth. Trad. Katina P. Keuneman. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987.

 

Behar, Ruth, ed. Bridges to Cuba. Puentes a Cuba. Ann Arbor: The University of Michigan Press, 1995.

 

Burke, Séan ed. Authorship. From Plato to the Postmodern, A Reader. Edinburg: Edinburg University Press, 1995.

 

Cirlot, Juan  Eduardo. A dictionary of symbols. New York: Philosophical Library, 1971.

 

Foucault, Michel. “Des espaces autres” Dits et écrits II (1976-1988). Paris: Gallimard, 200, pp. 1571-81.

 

Goody, Jack. The Interface between the Written and the Oral. Cambridge; Cambridge University Press, 1987.

 

Hollander, John. Vision and Resonance: Two Senses of Poetic Form. New York: Oxford University Press, 1975.

 

Hutcheon, Linda. The Politics of Postmodernism. London: Reutledge, 1989.

 

Mayor Marsán, Maricel. Desde una plataforma en Manhattan. Antología poética (1986-2006). México: Universidad Autónoma de México (UAM) y Ediciones Fósforo, 2008.

 

McLuham, Marshall y B. R. Powers. La aldea global. Madrid: Gadesa, 1989.

 

Nethersole, Reingard. “Models of Globalization”. PMLA 116.3 (May 2001): pp. 638-49.

 

Ong, Walter J. Oralidad y literatura. La tecnología de la palabra. Trad. Angélica Scherp. México: Fondo de Cultura Económica, 1987.

 

Ortiz, Renato. Mundialización: saberes y creencias. Barcelona: Gedisa S. A., 2005.

 

Schwarts, Henrich. “The Mirror in Art”. Art Quarterly 15 (1972): pp. 131-50.

 

Wellek, René y Austin Warren. Teoría literaria. 4ta ed. Madrid: Gredos, 1966.  

 

 


 

 

 Volver