NOTAS PARA UNA TEORÍA DEL ADIÓS

(Prólogo del libro)

 

 por

 

Natalia Carbajosa Palmero, Ph.D.

(Universidad Politécnica de Cartagena  ̶̶  Murcia, España)

    

    

Con frecuencia, el ser humano orquesta la vida y, por ende, el arte, como una octava musical cuyos extremos se fueran alejando y conformando acordes cada vez más agudos y graves a un tiempo, aunque en perfecta armonización. La paradoja, la asociación de contrarios, le permite explicarse el mundo abarcando no una visión parcial del mismo, sino el último confín de sus matices. Así, el río heraclitiano posee la facultad de cambiar por ser siempre el mismo; aquel que sabe disfrutar en plenitud de la buena compañía, por fuerza conoce en íntimo regocijo y desesperación los colores de la soledad; para que la naturaleza nos regale un cielo limpio y serenísimo, afirman los poetas, antes tendrá que haber sucumbido a la violenta negrura de la tormenta. De un modo parecido lo proclama, entre otras muchas, la voz cazallosa y nocturna de Tom Waits en una de sus letras inolvidables:

 

I never saw the morning

Until I stayed up all night...

I never saw my hometown

Until I stayed away too long...

I never felt my heart strange

Until I nearly went insane.[1]

           

     Según este principio de la paradoja, sólo existe comienzo si, previamente, se ha producido la despedida. Y entre ambos, un instante de simultaneidad –como si en un espejo pudiéramos contemplar de una sola ojeada el recorrido ya trazado hacia atrás y el que falta por trazar hacia delante- que se resiste a ser aprehendido por el entendimiento, hasta el punto de desvanecerse si se intenta. En el tiempo de los adioses se sitúa en esa especie de limbo, esa (in)quietud momentánea que marca el cambio de rumbo y que se siente más que se explica. De ahí que la palabra poética sea quizá el vehículo más apropiado para esbozarlo, como ocurre con todos los conceptos imposibles de fijar.

 

     El emigrante, el feto a punto de abandonar el cálido vientre de la madre, el niño que regresa al parvulario tras las vacaciones, el antiguo amante que empieza a caminar solo o el solitario que, al contrario, inaugura una vida en pareja, comparten, en su situación de ruptura, la expectativa del porvenir. De hecho, la ruptura con el pasado, aunque dolorosa la mayor parte de las veces, está expresada en términos de afirmación y promesa, por cuanto alberga de camino, descubrimiento, crecimiento, horizonte, abandono de la inercia perniciosa que preside tantas acciones humanas y que acaso constituya el mayor pecado. Esta doble idea –suspensión del tiempo que ya ha empezado a ser pretérito o profético, según hacia dónde se mire- anima sobre todo el espíritu del primer poema de la serie: de pronto las cosas dejan de tener el nombre, la importancia que antes fuera casi incuestionable, para pasar a ser contempladas desde un nuevo prisma. Los principios, desprendidos de esa carga heredada, se vuelven iniciáticos y culminan, en el poema final, a modo de coda sagrada –no es gratuita la imagen del río que lo preside-, en la única estación ineludible. Ya se nos ha advertido en el enunciado con que se abre el libro de que, efectivamente, esto es más que un viaje o un recuento de situaciones más o menos recurrentes en la vida de los hombres.

 

     Algunos adioses –familia, patria, amor inconsciente, seres queridos-, merced al sufrimiento que generan y que los hace por eso mismo más valiosos -¿qué mérito tendría desprenderse de lo que a uno no le importa?-, se nos antojan más que saludables y necesarios a la hora de emprender un camino que hacemos solos, libres de atavismos y etiquetas que atestigüen pertenencia alguna, aunque abiertos al conocimiento y al contacto enriquecedor con cuantos nos crucemos. Otros se apoyan en fugaces imágenes a las que se dota de una gran plasticidad, como en el caso del bello poema “Un andén, un adiós”. Los menos transmiten un mensaje no exento de denuncia, por ejemplo “El adiós a la verdad” o “El adiós a la razón”, crónica este último de cualquier guerra y de su fatídico ensordecimiento del vehículo del pensamiento, que son las palabras. No voy a caer en el oportunismo, sin embargo, de aferrarme a él para evocar la contienda que hoy, 5 de abril de 2003, fecha en la que escribo este texto, está en la mente de todos. En lugar de eso, rescataré un ejemplo bélico bastante más remoto.

 

     Hace unas semanas, leyendo con mis alumnos de literatura inglesa Enrique V, nos asombrábamos al encontrar en sus páginas, escritas a finales del siglo XVI, los mismos argumentos para la guerra que a principios del siglo XXI: voracidad económica, desvío interesado de la atención a los problemas internos, atribución de las culpas al enemigo por resistirse, fervor patrio aireado hasta la náusea, uso y abuso del supuesto favor divino, desprecio no disimulado por el pueblo, tanto el enemigo como las filas que combaten en nuestro nombre, bombardeo propagandístico al servicio de la mentira...  el adiós a la razón, verbigracia, que supera las coordenadas espacio-temporales concretas, lo mismo que el poema que alienta esta idea.

 

     La poeta Maricel Mayor Marsán teje, pues, en estas páginas, un generoso tapiz de adioses en el que se entremezclan, a modo de hilos de distintos tonos, voces ajenas, producto de la observación y la empatía, con la suya propia. No es casual que ella misma, su familia y su entorno, hayan vivido muy de cerca, y no sólo literariamente, la experiencia del adiós. Maricel se siente un poco de muchas partes, como muestra uno de sus títulos anteriores –Un corazón dividido- y vive la complejidad de su circunstancia, rica en multitud de matices pero también en incertidumbres. Por eso En el tiempo de los adioses respira el pulso, testimonial y metafórico a un tiempo, de quien concibe la vida como eterna despedida y como pérdida. Y es que, casi a modo de prescripción bíblica, uno intuye con la sabiduría del instinto que sólo quien se ha despedido comenzará, y sólo quien ha perdido recibirá: es, como sabemos, la ley de la paradoja.

 

[1] No vi la mañana / hasta que permanecí despierto toda la noche... No conocí mi ciudad natal / hasta que permanecí demasiado tiempo lejos de ella... No sentí mi corazón extraño / hasta que casi pierdo la cordura.

 


 

 

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